Vía: http://hoycinema.abc.es/ Por IGNACIO SERRANO
El legendario batería que se refleja en el espejo de «Whiplash» sufrió dos infartos en su vida pero nunca abandonó la música
No es lo mismo hacer un buen trabajo que ser el mejor, igual que no es lo mismo «tocar» la batería que ser baterista. Ser un baterista de verdad, fundirse con el instrumento, es como intentar derribar una pared a cabezazos. Golpeas, golpeas y golpeas, sangras, te deshidratas, te mareas, y vuelves a empezar aunque creas que jamás lo conseguirás. Ni una sola grieta en el muro, hasta que en el momento más inesperado todo se derrumba y puedes ver el espacio exterior, un universo de posibilidades con las que jamás habrías podido soñar. Maravillosa recompensa para una travesía dolorosa y frustrante, especialmente infernal para los que quieren ser un número uno del jazz. El durísimo viaje iniciático de Andrew Neymanen la ya oscarizable «Whiplash», no tiene nada de exagerado e incluso hay quien ve en ella una curiosa reinterpretación de la biografía de Buddy Rich, paradigma del jazz-drummer blanco e ídolo del protagonista del filme.
Rich, como Andrew Neyman, entregó su vida a la batería desde muy joven, lleno de ilusión y optimismo. Ya hacía ritmos con cucharas al año de nacer, a los dos participaba en el espectáculo de vodevil de sus padres y a los once lideraba su propia banda y protagonizó una película. Al cumplir veinte se introdujo en el jazz de la mano de Joe Marsala y, unos meses después, fichó por la orquesta de Tommy Dorsey, donde se encontró con un personaje que cambiaría su vida para siempre y con el que tocaría en infinidad de ocasiones: Frank Sinatra.
Reclamado por artistas como Ella Fitzgerald o Louis Armstrong, el ascenso era tan meteórico que Rich comenzó a sentir la presión y en 1959 sufrió un ataque al corazón, pero no tardó en desafiar a la muerte volviendo a baquetear con frenesí solo unos meses después. Su corazón resistió hasta un segundo infarto en 1983, pero Buddy, ya jugando a doble o nada, volvió a los escenarios hasta que en 1987 un tumor cerebral detuvo sus manos para siempre. Durante todo ese tiempo su temperamento cambió radicalmente, se volvió huraño con los que le rodeaban (salvo con su familia) y su obsesión por ser el mejor le convirtió en un ser temible en las tandas promocionales o en sus encontronazos con otros músicos. Se había convertido en Fletcher, el brutal profesor de la película